
POR NATALIA PATIÑO
La ciudad de Medellín, como otras ciudades del mundo, ha visto nacer en su suelo una cultura que poco a poco toma fuerza con el paso del tiempo, pero en realidad es un momento que pocos conocen y sienten.
La sociedad “normal” se niega a creer que entre sus ciudadanos pueda existir algo que se hace llamar cultura metalera, o más bien, no niega, sólo reniega de lo que ve en ellos, de lo que a simple vista puede percibir como altamente nocivo por salirse de los parámetros que la sociedad moderna ha puesto como cliché o estereotipo a seguir.
En Medellín, realmente la cultura como tal es nueva, porque en otras latitudes del mundo como América del Norte y Europa, no es tan nueva, o quizás ha sido mejor aceptada.
La visión que se maneja desde afuera es bastante distorsionada de lo que realmente es; aunque también es cierto que por culpa de algunos, se llega a estigmatizar a todo el que pertenezca o parezca serlo. Por ejemplo, nada raro es que se acuse en primer lugar de ser los que más consumen drogas y los que cometen actos vandálicos o criminales contra el resto de las personas, sólo porque algunos han dado la imagen de que somos “satánicos”, que se practica constantemente el ritual de sacrificios humanos a El Señor Oscuro y que no se tiene piedad alguna con ciertos animales para hacer los conjuros e invocaciones.
Después siguen con la letra de las canciones que se promueven dentro de la cultura; si bien algunos grupos si cantan al satanismo, pero no como modo de invocación, sino a manera de protesta, como lo haría el punk contra el sistema-a ellos se les tilda de anarcos desadaptados- y la pelea no se acaba ahí. Luego siguen con la vestimenta, siempre de negro, botas de cuero, algunos con estilo medieval, otros de estilo gótico, heavy y entre los hombres no puede faltar el cabello largo: no se dan cuenta, de es una manera de representar una rebeldía, un amor a muchos sentimientos, una forma de ser diferentes en una sociedad en donde la premisa es estar uniformados tanto de mente como de cuerpo, ser la masa siguiendo la masa.
Los metaleros, la mayoría de los conozco, pensamos que hemos nacido en un tiempo equivocado, nos hemos transportado a una época en la que no es comprendido la manera de pensar, de actuar y de mirar al universo, y por eso somos juzgados de manera indiscriminada por los de afuera.
El metal, más que una cultura, es un estilo de vida que promulga la amistad, la lealtad, el amor a la naturaleza y el valor de la vida reflejadas la mayoría de las veces en las letras de las canciones, como también se oye entre sus líricas la protesta contra la indiferencia, el amor a la guerra, la desunión y la falta de conciencia ambiental que tanto daño le ha hecho a la humanidad. La premisa de sus canciones apunta a valores de antaño entre caballeros feudales, a nobles guerreros que luchaban por algo que valía la pena, a la sangre derramada de aquellos a quien la historia señala como héroes y que muchas veces hemos olvidado, a leyendas que fueron una vez verdad y que con el paso del tiempo, se han vuelto fantasía.
En Europa, hay toda una comunidad de metaleros que se congregan en torno a lugares como bares con decoración celta u oscura dependiendo del tipo de género que se escuche allí, recintos donde se practican juegos de rol y por supuesto, lo que no puede faltar, las tiendas de discos y accesorios relacionados. Aquí en Medellín, los lugares son muy underground todavía; sabemos que están allí porque los frecuentamos, pero el resto de la gente desconoce que existen, ya sea por ignorancia, ya sea por la ceguera de sus mentes a nuevas formas de pensar, de sentir la vida y por supuesto de vivirla.
El pensamiento de la comunidad metal, de alguna manera se está apropiando de la sociedad, aquí en Colombia estamos saliendo del closet con páginas web dedicadas a temas concernientes, además con las nuevas herramientas tecnológicas nos estamos dando la oportunidad de promover la música, la poesía, la literatura, el cine y otras muestras artísticas propias de nosotros hacia otros horizontes, no con la intención de que por fin nos acepten, sino para nosotros mismos, para conocernos y reconocernos como personas, como un pueblo maldito que espera por fin brillar con luz propia y liberarse de un hechizo social llamado estigmatización.